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Olga LARRAZABAL SAITUA
El día 27 de febrero del año 2010, a las 3:34 de la madrugada un terremoto grado 8.8 en la Escala de Richter, con epicentro en la zona del Río Maule, azotó la zona central de Chile. La localidad urbana más cercana al epicentro fue Constitución, ciudad construida en la desembocadura del Río Maule, ex Puerto Mayor, con una hermosa historia.
Siendo la última semana de vacaciones, Constitución celebraba la Semana Maulina, con elecciones de reinas de belleza, y esa noche era la “Noche Veneciana” que culminaba en la madrugada con fuegos artificiales y fiestas. En la Isla Orrego, en la mitad del río, había un lugar de camping con unas 150 personas. Tras el terremoto, el más fuerte sentido en Chile después del cataclismo de 1970, el mar se recogió y una ola de 8 metros de alto subió por el río arrasando con todo a su paso.
Este artículo fue escrito mucho antes del evento, y es mi modesto homenaje a una ciudad que fue la alegría de mi niñez, y que ya no podré ver tal cual la conocí, porque fue destruida el día de ayer junto con el corazón de Chile.
Las fotografías son antiguas, parte de la colección de mi amiga Chris Seel, en este minuto quizás desaparecida junto con su abuela, en su casa al lado del Astillero Muñoz Rojas, fabricantes de faluchos por 100 años.
En nuestra larga y angosta geografía, los ríos se precipitan al mar como torrentes, arrasando todo a su paso. Ciento cincuenta kilómetros en promedio dura el tramo entre su nacimiento a 5.000 metros, y su llegada al Océano Pacífico es precipitada, torrentosa y estacional ya que su flujo depende de la nieve acumulada en la cordillera y de un régimen de pocas lluvias. Debido a este régimen de aguas, en el Norte su cauce disminuye notablemente hacia el verano, situación que cambia a medida que avanzamos al Sur, dónde estas corrientes ya no sólo se nutren de las nieves y su deshielo, sino también de abundantes lluvias. Así los ríos se vuelven anchos y profundos y algunos de ellos navegables en su curso inferior.
Tal es el caso del hermoso río Maule, situado en la VII Región justo en la mitad del país, dónde fluyendo entre viñedos, antiguos robledales y bosque de pino, atraviesa la Cordillera de la Costa y se hace lento y profundo hasta casi embancarse en su desembocadura entre la ciudad de Constitución y las tierras de Quivolgo.
A su lado izquierdo, casi en la desembocadura, se levanta el cerro Mutrun y comienzan numerosas playas de arena negra volcánica sembrada de rocas enormes que desde la lejanía parecen ser grandes iglesias, arcos, o leones descansando: la Piedra de la Iglesia, la Piedra de las Ventanas, el Arco de los Enamorados y la Piedra del León. El vagar por estas playas de arena oscura desafiando el viento, trepar por los pinares costeros para lanzarse por las grandes dunas de arena y caer frente al Arco de los Enamorados en la Playa de Calabocillos y el escalar sin miedo esas enormes rocas fueron las delicias de mi infancia y juventud.
Al pié del Cerro Mutrun, que se yergue como un faro cerca de la desembocadura, se esconde la ciudad, protegida del mar, que continúa bordeando el río con casas y astilleros, y el cementerio donde descansan mis hermanas pequeñas, nacidas prematuramente un verano de 1945. Esta es la Villa de Nueva Bilbao de Gardoqui que fundó Don Santiago de Oñederra, visualizando los futuros astilleros y los grandes navíos que dominarían el Océano Pacífico. Al lado derecho de la ría, porque el agua salobre penetra y tiene mareas, se encuentra Quivolgo, antigua hacienda colonial y el pueblito de Putú. En el medio del río está la Isla Orrego, llena de chopos que divide el río en dos grandes brazos.
Esta es la visión que tengo de Constitución, la antigua Nueva Bilbao. Una pequeña ciudad de casas coloniales rodeada de pinares, con una plaza con su Iglesia, un kiosco para la banda de música, numerosos hoteles y pensiones llenos de veraneantes elegantes y joviales y jóvenes tostados por el sol que venían de todas partes. Un río ancho y generoso, limpio, y un ambiente relajado dónde los viejitos jugaban tresillo y los jóvenes bailábamos, nadábamos y remábamos hasta caer exhaustos. Este era el Constitución, la Nueva Bilbao que yo conocí y que hubiera enorgullecido a sus fundadores.
El tiempo lo transformó en una ciudad obrera con una planta de papel que contaminó la atmósfera y terminó con el bello balneario. Y creo que la historia hubiera podido ser diferente si las personas que localizaron la industria hubieran tenido en cuenta entre los costos del proyecto, la destrucción de una bella ciudad colonial, y la pérdida de los turistas. Pero en esos tiempos el afán era industrializar a cualquier costo y con muy poco respeto por la historia y el medio ambiente.
El Puerto de Constitución no nació con este nombre tan republicano y pedestre, su nombre verdadero, con el cual fue bautizado era Nueva Bilbao de Gardoqui. Fue fundada como villa el 18 de junio de 1794, durante la época de la Colonia, siendo Gobernador de Chile Don Ambrosio O’Higgins, por petición e insistencia de un grupo de vascos y gallegos encabezados por Don Santiago de Oñederra y Alvizu, natural de Lizarra en Navarra. Lo de Gardoqui fue un homenaje a Don Diego de Gardoqui, ministro del Rey que sancionó el proyecto. Nombre elegante y evocador que perdió después de la Independencia, época en que se trató de “desespañolizar” Chile por motivos ideológicos y donde muchos chilenos perdieron su noción de continuidad con la Península Ibérica. No se “llevaba” ser español, lo elegante era ser inglés, francés o alemán.
De Oñederra se sabe que ya estaba en Valparaíso por 1775, por el acta de su primer matrimonio y su segundo matrimonio fue en la zona del Maule. Este marino exploró la costa chilena y se ancló en la desembocadura del río Maule, entusiasmado por la placidez de las aguas y la calidad del roble maulino muy apto para sus proyectos construcción de barcos. Yo creo que la belleza del lugar y su parecido con las rías del norte de España fueron determinantes en su elección. Instaló su astillero en 1786 y con otros vascos y gallegos colocaron la primera piedra de lo que iba a ser Nueva Bilbao. De ahí en adelante la villa produjo enormes lanchones que recorrían las costas chilenas sacando a este centro de distribución los productos agrícolas y mineros de la zona y del interior, secanos de cereales y viñedos, de vacunos y lanares, que casi no tenían caminos y debían usar las vías fluviales para poder comerciar. En estos lanchones de 21 metros de eslora y una altura total hasta la cubierta de 5 metros, impulsados con velas, se llevaba trigo al Perú y en ellos fueron casi 30.000 chilenos a California cuando la “fiebre del oro” en el siglo XIX.
Marinos vascos, ingleses, franceses, irlandeses, alemanes e italianos se quedaron en este puerto inundando el campo chileno de nombres como Latorre (de Bilbao) Aylwin, Letelier, Pinochet, Donn, Mc Iver, Mc Manus, Scheppeler y otros que dejaron estelas de cabellos rojizos y ojo claros y yacen en cementerios frente al mar. Pero nadie sabe que fue de Oñederra, ya que en 1810 se declara la guerra de la Independencia y el desaparece, quizás como soldado realista en alguna de las cruentas batallas que dividieron al país, o quizás se retiró de la vida pública al no ser favorables los vientos políticos.
Durante mi infancia y juventud, íbamos todos los años a veranear a esta ciudad, ahora llamada Constitución. Siempre me llamó la atención que la calle de la Iglesia se llamara Oñederra, pero nunca conocí a nadie con ese apellido. Creo que había unas señoritas muy mayores que vivían en una casa que databa del siglo 19 pero yo no las conocí nunca. Bueno, en este pueblo había muchas casas enormes de ese siglo, bellamente amobladas, con grandes bibliotecas y cuadros de pintores famosos, cortinajes de terciopelo y muebles de pino oregón que traían los marinos de todo el mundo; y también los jardines de las viejas casas estaban llenos de plantas exóticas que no correspondían ni a la latitud ni al país, regalos de los marinos a sus familias, supongo. Durante el siglo XIX Constitución fue Puerto Mayor y el comercio con Asia, Estados Unidos y Europa floreció. Se notaba que había existido una gran prosperidad que contrastaba con el poco movimiento comercial del siglo XX debido al embancamiento del río por la desforestación de sus orillas, y la posterior decadencia de los astilleros. Sin embargo para toda mi familia éste era un lugar mágico dónde podíamos remar, navegar en velero o en lancha, nadar en el río o bañarnos tardes interminables en el mar y algunos de mis mejores recuerdos de infancia y juventud están situados en ese lugar. Para mi padre y tíos representaba un paisaje que les recordaba el País Vasco de su juventud y donde se mejoraban de la neurosis y el mal genio de la nostalgia.
El año pasado cuando estuve en Algorta, cuna de mi familia, visité unos tíos que tienen casa en Ibarrangelua cerca de la Ría de Pedernales y pude darme cuenta de lo que sintió Oñederra cuando encontró este sitio en Chile, porque así debe haber lucido el río Maule cuando él lo conoció.
Pero la mayor sorpresa la tuve hace poco, cuando conversando con una vieja amiga muy chilena de apellido Barraza y unos ojos azules impresionantes que quería saber de mi viaje al País Vasco, me comentó que ella debe tener mucho de vasco porque un antepasado fue un famoso historiador colonial de apellido Goyeneche, y el segundo apellido de su abuelo es Oñederra. Por las generaciones, el abuelo debe haber sido nieto de Don Santiago. Yo siempre la había encontrado muy parecida a unas de mis tías, y claro, tenía por dónde parecerse, porque los apellidos maternos quedan ocultos pero los genes permanecen. Nos habíamos conocido 30 años y nunca había sabido que era descendiente del fundador de este lugar encantador. Y leyendo un poco la historia de esta ciudad me di cuenta que otro de los fundadores era de apellido Loyola, y la ñaña que me cuidó en la infancia, una rubia de ojos muy verdes y pómulos altos aindiados a la que yo adoraba se llamaba Carmen Loyola Andaur y también venía de la zona del Maule.
Unamuno decía siempre que los vascos han hecho dos cosas muy grandes: la Compañía de Jesús y Chile. Yo estoy sumamente de acuerdo, ya que al adentrarse en el detalle de la historia de este terruño, van surgiendo nombres vascos salpicados aquí y allá, de tal modo que llegaron a conformar el 20% de los apellidos que circulan corrientemente.
Al escribir esta crónica me bajó una nostalgia grande por volver al Río Maule, tomar el trencito que va bordeando el río mientras el sol baja y se llega justo en el momento que se pone en el mar. Así comenzaban nuestras vacaciones y la perspectiva de remar en el río, de trepar el Cerro Mutrun para ver toda la desembocadura en su esplendor y de respirar hondo sintiendo el olor a mar y a pino. Hay lugares que si no existieran habría que inventarlos, y Nueva Bilbao de Gardoqui, alias Constitución, es uno de ellos.
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